sábado, 2 de octubre de 2010

Larga adolescencia de este siglo


El término “adolescencia” designa una categoría etaria de límites imprecisos y características variables, que abarca el período de la vida que cada individuo transita entre la infancia y la edad adulta. Se trata de una construcción cultural, históricamente fechada, cuyo surgimiento se remonta a la introducción en el proceso productivo de determinadas innovaciones técnicas que, al sustituir progresivamente una parte del trabajo manual, arrojan al desempleo en primer lugar y privilegiadamente a los más jóvenes.

Su atávica estigmatización proviene seguramente de esa forzada marginación laboral, que jalona también el nacimiento contemporáneo de la delincuencia juvenil. Obligados a postergar el acceso a un trabajo remunerado y a posponer, con él, la decisión del matrimonio (que en el Medioevo sancionaba el paso a la adultez), un período de instrucción se instituye desde entonces para los “que están en situación de crecer”. La formación en instituciones educativas y la prolongación de su permanencia en el seno del grupo familiar delimitan las coordenadas donde la adolescencia irá encontrando los rasgos que la especifican como entidad dentro del rango más amplio de la juventud.

Por cierto, las diferencias etarias fueron siempre discriminadas y nominadas de manera distintiva en la historia de Occidente desde la Antigüedad. Lo que varía a lo largo de los siglos es su definición y, sobre todo, su valoración cultural. En el siglo XVIII, el individuo ocupa el centro de la escena social, de cuyo entramado se recorta como una voluntad emprendedora y económicamente activa. El adulto encarna el exponente acabado de ese ideal, y los niños quieren ser grandes como él. El siglo XIX efectiviza la retracción del grupo familiar sobre su núcleo fundamental y el niño pasa a ubicarse en el núcleo de ese núcleo. El adulto se posterga y se sacrifica en pos de ese ideal de infancia protegida, his majesty the baby, de que nos habla Freud. El siglo XX consagra la adolescencia, demonizada e idealizada al mismo tiempo, como una entidad que contagia progresivamente muchas de sus particularidades al resto de la sociedad. Ella se consolida hacia final de siglo como un nicho de mercado determinante, con pautas de consumo que marcan la moda. Un agente social privilegiado: de consumo, no de producción.

¿Y el siglo XXI? Comprobamos que la adolescencia no sólo se prolonga sino que, además, se alarga: tiende a recubrir el espacio etario de toda la sociedad, perforando los límites de sus dos extremos. Para abajo, porque los rasgos que la identifican, en su estética distintiva, se manifiestan mucho antes de la pubertad; se habla entonces de “preadolescencia”. Para arriba, porque el adolescente se presta perfectamente a encarnar ese ideal de “disfrutar la vida mientras viva”, que evidencia gobernar nuestra subjetividad. El platillo de los derechos supera holgadamente el peso de los deberes en la balanza de lo que nuestra época reconoce como responsabilidad. Lo que Lacan llamó “el niño generalizado” deviene así un modo no incauto de nombrar esa adolescentización cultural propia de nuestra peculiar modernidad.

Siendo un hecho de cultura, la adolescencia no podría aspirar a una descripción estructural de alcance universal, como sí lo hace la pubertad. Porque la adolescencia no se apoya ni se sostiene en un hecho biológico, sino que se manifiesta, esencialmente, como un conjunto de expresiones culturales. Una estética de desafío, de conformismo, de novedad, que varía con el tiempo y la geografía, se dibuja o desdibuja con la clase social. Un rayo que se ilumina y se oscurece, cada vez, con su propia luz. Expresión de su propia transitoriedad, la adolescencia está íntimamente ligada a su presente.

En Pagina 12, 15 de Julio de 2010
Por Mario Pujó, Director de la revista Psicoanálisis y el Hospital. Fragmento de la nota editorial del Nº 37, “La adolescencia hoy”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario