miércoles, 17 de febrero de 2010

Cuando la escuela queda lejos

La escuela secundaria necesita un impulso gigantesco para ponerla cerca de la vida y del futuro. Son tantos sus problemas -desde la calidad hasta la exclusión- que sólo políticas bien articuladas, audaces e inteligentes pueden hacerla salir del pozo.

Las noticias de estos días recogen una multiplicidad de imágenes acerca de la escuela secundaria. Un grupo de alumnos ha tomado una escuela, otro corta una calle, un alumno insulta a una profesora, otros filman situaciones sexuales durante el recreo y las hacen públicas en Internet. Rostros de la escuela violenta, transgresora, piquetera.

Otras imágenes, menos espectaculares pero no menos ciertas, tejen la cotidianeidad escolar. Una profesora insiste con pasión en la lectura de poesías, un chico no sale a bailar porque tiene que estudiar historia, otro trabaja los fines de semana para poder comprarse los libros, un profesor recorre tres escuelas por día porque vive de sus clases de química, un aula se llena de aplausos porque irán de campamento.

Imágenes de una escuela secundaria que está lejos de ser lo que fue y también de lo que podría ser. Y que, lacerada por la pobreza, por la demagogia, por la crisis de autoridad, se muestra impotente para hacer bien su trabajo. En Argentina quienes terminamos la secundaria somos una minoría privilegiada. Y cuando lo vital, lo básico está al alcance de pocos, lo que existe es un brutal estado de injusticia.

Las dimensiones de lo injusto abruman. Sólo la mitad de los jóvenes que ingresan terminan el secundario y muchos ni siquiera han ido un solo día a la escuela, entre otras cosas porque sencillamente no hay escuelas secundarias en su pueblo, en su pequeña ciudad. En la década del 70 para poder ir a la secundaria, en la provincia de Jujuy, yo debía viajar durante horas para ir y para volver. Naturalicé esa distancia, las escuelas secundarias siempre quedan lejos, creía yo.

Hoy, varias décadas después, decenas de miles de chicos en el interior de la Argentina padecen la distancia y muchos no pueden resolverla. Aunque el nivel secundario se expandió de manera formidable, aún no hay escuelas suficientes para cumplir con la obligatoriedad que exige la ley. Faltaría construir más de mil escuelas, que deberán distribuirse de manera inteligente, para albergar a los 600.000 jóvenes de entre 13 y 17 años que aún no han podido ingresar, que quedan fuera, que están lejos de la escuela. Y mientras los ladrillos no se apilen para construir las aulas, el discurso de la "escuela inclusiva" seguirá vacío.

Las escuelas quedan lejos, en un sentido literal y también en otros sentidos. La escuela secundaria actual está lejos de su época; pareciera estar hecha, lo está, para otros jóvenes, otros profesores, otra sociedad. Pensada y organizada en la segunda mitad del siglo XIX, la escuela atrasa también en sus contenidos, en el tipo de problemas que plantea para ser estudiados, en la rigidez con que pretende enseñarlos repartidos en ese temible horario-mosaico.

La escuela también se aleja de su capacidad para generar aprendizajes. Los resultados de las evaluaciones internacionales PISA que miden los logros de los alumnos de 15 años muestran que entre 2000 y 2006 Argentina ha venido retrocediendo hasta ocupar el último puesto entre todos los países participantes. El 58 % de nuestros jóvenes evaluados en 2006 carecen de capacidades de lectura. Los alumnos de la escuela secundaria se alejan así progresivamente del conocimiento.

La lejanía de la escuela es un problema complejo. Y los problemas complejos requieren soluciones complejas. La reiterada sucesión de cambios en la secundaria, que los sucesivos ministerios anuncian con aires de sucesivas refundaciones, en su parcialidad e improvisación, no parecen siquiera rozar la matriz escolar selectiva y especialmente retrógrada que ve debilitada su capacidad de enseñanza.

No hay una única estrategia para mejorar la secundaria. Se necesita tomar decisiones articuladas sobre varios aspectos estructurales: los modelos de gestión, los contenidos, los sistemas de promoción y evaluación, la cantidad y calidad del tiempo y el espacio escolar, la formación docente, los sistemas de apoyo a los aprendizajes. Y estas decisiones deben sustentarse en una perspectiva que reconozca y acepte a los jóvenes de hoy, en la necesaria asimetría de la relación profesor-alumno y en nuevos marcos pedagógicos que muevan los cimientos de esta escuela lejana.

En el origen del sistema educativo argentino, Sarmiento no sólo tuvo que crear escuelas, sino combatir la indiferencia pública que las rodeaba. "Se ha dicho que la educación es mi manía", -dirá-. Es esa manía, esa obsesión por educar que, como sociedad, necesitamos reeditar.

Porque, además de crear más escuelas, tenemos que ponerlas cerca. Cerca de los jóvenes, de las buenas ideas, del trabajo honesto de miles de profesores, del conocimiento vibrante, de las políticas inteligentes; cerca del futuro. w

Por Claudia Romero
DIRECTORA DEL AREA DE EDUCACION, UNIVERSIDAD DI TELLA
Diario Clarín, 27 de octubre de 2009

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